Ayer se cumplió un nuevo aniversario de la muerte de Borges y me pareció que podía ser un buen momento para contaros esta historia acerca de una «extraña actividad» que he comenzado a desarrollar en los últimos años.
Todo comenzó un día de agosto de 2007 en París. Sábado por la mañana, último día de vacaciones, nublado, muertos de cansancio… qué mejor plan que visitar el cementerio de Montparnasse. Cierta pedantería intelectual y mi adicción por Cortázar me llevaron a incursionar en un terreno que hasta entonces me resultaba tan extraño como ridículo: el turismo necrológico. Creía recordar, porque tampoco estaba completamente seguro, que en aquel cementerio estaba la tumba de Julio Cortázar. Pero… ¿cómo encontrarla? ¿a quién preguntarle? ¿se podría visitar sin más? Al llegar allí descubrí para mi sorpresa que aquel cementerio debía ser por las noches una especie de orgía literaria monumental. Allí estaban Sartre, Simone de Beauvior, Baudelaire y Susan Sontag entre muchos otros además del propio Cortázar junto a Carol Dunlop. Dejé de sentirme tan ridículo cuando vi que muchos otros, casi todos turistas, buscaban, mapa en mano, la tumba de su difunto preferido (o quizás fueran difuntos regresando a sus tumbas tras una noche de fiesta). Tras algunas idas y venidas di con el sector tres del cementerio y al ver a una chica, decididamente argentina, detenida frente a una tumba de mármol blanco no dudé que sería la de Cortázar. La única tumba con una carita feliz que haya visto en mi vida. Cumpliendo con la tradición, dejé sobre el mármol blanco una nota debajo de una piedra. Nos quedamos allí un rato, contemplando la tumba y pensando en nuestro querido Julio. Fue una experiencia curiosa; como si de alguna extraña manera uno pudiera «conectarse» con la persona que tanto admira. Tanto me impactó aquella experiencia, que con el tiempo acabé escribiendo un cuento basado en aquella visita. Pero la muerte de Julio Cortázar no podía escapar a la lógica fantástica de sus propios relatos; el domingo de 1984 en que Cortázar murió en París, la ciudad de Buenos Aires fue escenario de un hecho inédito en su historia: una invasión de mariposas… pero de esto, ya hemos hablado en otro post.

Años más tarde, la experiencia volvió a repetirse. Un domingo de julio de 2016 estábamos paseando por Ginebra y me asaltó entonces la misma recurrente pregunta: ¿no es aquí donde está enterrado Borges? No costó mucho trabajo dar con el Cementerio de los Reyes, otro de esos cementerios de intelectuales en el que, entre otros, están Juan Calvino, Robert Musil y Jean Piaget. Y entonces llegar allí y repetir el ritual de años atrás: buscar en el mapa que está en la entrada a tu difunto favorito, caminar por un hermoso parque hasta el sector indicado y buscar allí la lápida correspondiente. Borges, astuto como era, hizo plasmar en la lápida su propia leyenda. El relato acerca de los símbolos de su lápida es fascinante y parece por momentos otro de sus magistrales cuentos. Realizada por el escultor argentino Eduardo Longato, se trata de una piedra blanca y áspera en cuya cara anterior se lee Jorge Luis Borges y, debajo, «And ne forhtedon na», junto a un grabado circular con siete guerreros, una pequeña cruz de Gales y los años «1899/1986». La inscripción «And ne forhtedon na», formulada en anglosajón, se traduce como «Y que no temieran». La cara posterior de la lápida contiene la frase «Hann tekr sverthit Gram ok leggr í methal theira bert», que se corresponde al capítulo veintisiete de la Saga Volsunga (saga noruega del siglo XIII), y se traduce como «Él tomó la espada, Gram, y la colocó entre ellos desenvainada». Estos dos mismos versos los utilizó también Borges como epígrafe de su cuento Ulrica, incluido en El libro de arena, único relato de amor de Borges y cuyo protagonista se llama Javier Otálora. Bajo esta segunda inscripción aparece el grabado de una nave vikinga, y bajo ésta una tercera inscripción: «De Ulrica a Javier Otárola», lo que permite interpretar esta última inscripción como una dedicatoria de María Kodama a Jorge Luis Borges. (fuente: Wikipedia) Borges se auto-inmortalizaba así en su propia lápida; una lápida de estilo medieval que acrecienta aún más su figura.

La terna necrológica se completa al año siguiente en Princeton. Mi intención era visitar la tumba de Einstein pero una rápida búsqueda en la Wikipedia me hizo saber que, de acuerdo con su deseo, su cuerpo fue incinerado el mismo día de su muerte, antes de que la mayor parte del mundo se enterara de la noticia, y posteriormente sus cenizas fueron esparcidas en el río Delaware a fin de que el lugar de sus restos no se convirtiera en objeto de mórbida veneración. De modo que Einstein… no! Pero aún quedaba en Princeton otro de mis difuntos favoritos: Kurt Gödel. La historia del fallecimiento de Gödel daría por sí sola para una película al mejor estilo «Una mente maravillosa». Gödel fue el lógico-matemático más importante e influyente desde Aristóteles; quizás por ello, como la mayoría de los grandes genios, no tuvo lo que se dice una vida fácil. Sufrió numerosos episodios de crisis nerviosas y hacia el final de su vida padeció períodos de intensa inestabilidad mental que finalmente lo condujeron a la muerte. Llegó a obsesionarse con la idea de que sería envenenado y no comía nada a menos que su esposa probara antes la comida. Cuando ésta enfermó y tuvo que ser hospitalizada por seis meses, Gödel se negó rotundamente a probar bocado. La mente más brillante de los últimos siglos se jugaba a sí misma una mala pasada; escondido en su inmensa genialidad se hallaba el germen de su propia autodestrucción. Gödel murió por inanición en el hospital de Princeton en enero de 1978. El segundo teorema de incompletitud de Gödel dice que si un sistema axiomático puede probar que es consistente y completo, entonces es inconsistente. A pesar de que el cerebro humano no es un sistema axiomático, a pesar de que extrapolar el Teorema de Gödel fuera del ámbito de las matemáticas suele ser arriesgado, el enunciado de su segundo teorema no deja de tener una curiosa y macabra coincidencia con la forma de su muerte.
Si bien no soy muy aficionado al turismo necrológico, una mañana lluviosa, estando solo en París en un viaje de trabajo, me acerqué al cementerio del Pere Lachaise a visitar la tumba de Marcel Proust. Estando allí recorrí las tumbas de otros «conocidos» como Chopin, Bizet, O. Wilde y salí gratificado por una vivencia especial.
En mi caso tampoco fue premeditado. Fue puro azar las tres veces. Pero no estuvo mal.
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