La semana pasada hablamos del enorme esfuerzo y trabajo que requiere la creatividad y del rol de la intuición como otro de los ingredientes fundamentales del proceso creativo. Sin embargo nos quedó fuera un elemento importante: para poder llevar a la práctica ideas creativas es necesaria una gran cuota de valor, de atrevimiento y de coraje. Veremos en este texto (adaptado del libro «Piensa como un artista» de Will Gompertz) el valor y el coraje de uno de los artistas más emblemáticos de todos los tiempos.
Era el año 1508 y un brillante y tempestuoso Michelangelo Buonarroti (más conocido en el barrio como Miguel Ángel), que por entonces tenía treinta y dos años, no era feliz. Su omnipotente mecenas, el papa Julio II, había cancelado un suculento encargo: esculpir la tumba papal. El artista se encolerizó y se marchó a toda prisa de Roma para regresar a su casa de Florencia.
Michelangelo Buonarroti
Miguel Ángel esperaba que a su regreso a Roma el papa volviese a ofrecerle el encargo de la tumba, que era para él un proyecto soñado. Incluso a un escultor tan rápido y dotado como él, le habría llevado al menos dos décadas. Eso, para un hombre de poco más de treinta años a principios del siglo XVI, equivalía a tener trabajo de por vida. Pero las cosas no iban a salir como él quería. El papa le tenía reservado otro proyecto.
El tío de Julio II, el antiguo papa Sixto IV, había mandado construir una espléndida capilla durante su papado, unas décadas antes. Se trataba de un hermoso edificio apropiadamente bautizado en honor al nepotista pontífice. Para cuando Julio fue declarado papa, la Capilla Sixtina levantada por su tío ya empezaba a deteriorarse y necesitaba reparaciones de calado. Una de las áreas gravemente afectadas era la gran cubierta abovedada, a veinte metros de altura.
La Capilla Sixtina (antes de Miguel Ángel)
El papa tenía muchos defectos, pero la falta de gusto no era uno de ellos. Julio era un esteta y un entusiasta adalid de las artes. Estaba decidido a que aquel edificio tuviera una decoración acorde a su categoría. El pontífice deseaba que se pintasen doce grandes frescos de los apóstoles y Miguel Ángel era el hombre indicado para esa tarea.
Sin embargo, cuando el papa dio la apremiante noticia al fogoso pintor (célebre por ser un hombre muy seguro de sí mismo), recibió una respuesta que nadie quería ni esperaba. Miguel Ángel miró a los ojos al único hombre de toda Roma al que era impensable decir no y le dijo que no. No pintaría la Capilla Sixtina, ni la nave ni los muros. Era escultor, no pintor. Y, definitivamente, no era fresquista, una especialidad que había elegido no trabajar tras aprender sus rudimentos durante su periodo como aprendiz.
El papa sospechaba que Miguel Ángel estaba molesto porque le había retirado el encargo de la tumba papal. Y en parte tenía razón. No obstante, la razón principal por la que el artista reaccionó tan airadamente fue porque sinceramente no se creía capaz de hacer ese trabajo. No se consideraba pintor. Además, sospechaba que Bramante (el arquitecto favorito del papa) y Rafael habían convencido al papa de que le encargase a él pintar la Capilla Sixtina a sabiendas de que no dominaba el fresco. A juicio de Miguel Ángel, le habían tendido una trampa para empujarle al fracaso.
Puede parece increíble desde nuestra perspectiva actual, pero Miguel Ángel estaba en una posición similar a la de cualquier otra persona de a pie cuando trata de abordar un proyecto creativo, a saber, tenía miedo. Y mucho que perder: su reputación como el mejor artista del país, su medio de vida y, lo peor de todo, la seguridad en sí mismo. Aceptar el proyecto de la Capilla Sixtina significaba arriesgarlo todo por un encargo que no quería y para el que no se sentía preparado. Y, sin embargo, al final aceptó. Podría haber presentado muchos pretextos, pero no lo hizo. Aceptó un desafío descomunal y su decisión no fue forzada: fue un acto de valentía.
En un primer momento trató de minimizar riesgos contratando a reputados pintores romanos. Éstos, sin embargo, eran demasiado lentos o no cumplían con sus exigencias de calidad. Se encontró solo hasta en el diseño del andamiaje. Una vez levantado éste, pudo acercarse al techo y se percató de los enormes problemas técnicos y artísticos que tenía por delante. En ese punto trató, una vez más, de presentar su renuncia.
Regresó ante el papa y le insistió en que era inútil: él no era capaz de hacerlo. El trabajo era muy complicado: había que pintar al fresco un espacio enorme, con pintura sobre escayola que chorreaba y se le metía todo el tiempo en ojos, boca y oídos, pero que al final se secaba antes de que le diese tiempo a terminar la composición. Se sumaban a todo ello las problemáticas condiciones arquitectónicas del techo y el inadecuado diseño que el papa Julio había previsto para los frescos.
El pontífice escuchó todas las quejas e inquietudes de Miguel Ángel y las replicó una tras otra. Incluida la cuestión de cuál debería ser el esquema visual general, al respecto de lo cual el papa pidió a Miguel Ángel que, simple y llanamente, «pintase lo que quisiera». Resignado quizá ante el hecho de que la Capilla Sixtina estaba destinada a ser el escenario de su humillación pública, Miguel Ángel decidió que si el encargo iba a ser considerado un fracaso, podría darse permiso para fracasar espectacularmente. Pensó entonces en un diseño tan complejo y técnicamente dificultoso que nadie pudiese cuestionar su ambición.
Durante los cuatro años siguientes, Miguel Ángel pintó día y noche, sin apenas dormir ni beber y sin preocuparse demasiado por el aseo personal. Pasaba el tiempo de pie sobre el andamio de madera, mirando al techo, la cabeza levantada y los brazos alzados. Pocas personas habrían sido capaces de soportar tal incomodidad física y agotamiento mental. Miguel Ángel sí. Terminó la maratoniana empresa en octubre de 1512. Desmanteló el andamio, se dio un baño, bebió e invitó al papa y a su séquito a ver lo que el fresquista aficionado había conseguido.
La Capilla Sixtina (después de Miguel Ángel)
Debió ser aquel un momento asombroso para todos los presentes: para Miguel Ángel, precenciar la reacción de la comitiva papal; para ésta y el propio pontífice, descubrir la obra: quedarse con la boca abierta ante los colores, la composición, la ambición y las dimensiones de aquel trabajo. Nadie había pintado nada así nunca y nadie ha vuelto a pintar nada así de nuevo. El radical virtuosismo pictórico de Miguel Ángel, su técnica ejemplar, perfecto conocimiento de la perspectiva y vívida imaginación son deslumbrantes y no tienen igual.
El artista se había enfrentado a sus enemigos, a sus propias carencias técnicas y a su falta de confianza y había aceptado un riesgo enorme. Miguel Ángel es un ejemplo para todos. Cualquiera que desee proponer nuevas ideas debe ser atrevido y debe ser capaz de dar un salto al vacío, a lo desconocido. Romper las reglas y desafiar el statu quo exige un enorme valor. Sólo los creadores más atrevidos aceptan semejantes retos. Y tú, ¿hasta dónde eres capaz de llegar?
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