Es curioso como después de tantos siglos seguimos teniendo una idea muy romántica de la creatividad. Es como si en el fondo continuáramos pensando que las musas son las responsables de la inspiración. No logramos incorporar en nuestro imaginario todo el esfuerzo que significa la creatividad. Los procesos creativos se caracterizan por un nivel muy elevado de trabajo, planificación y (sobre todo) constancia. Quizás habría que cambiarle el nombre, tal vez «curratividad» daría más idea de trabajo. Andrew Wiles necesitó más de siete años de trabajo intenso para demostrar el “Último Teorema de Fermat” (que por cierto, había sido planteado en 1637 y desde entonces nadie había logrado demostrarlo), Johannes Brahms dedicó al menos 14 años a completar su primera sinfonía, Leonardo da Vinci tardó más de una década en terminar la Gioconda y podríamos continuar la lista ad infinitum. Vemos una obra terminada, ya se trate de un trabajo científico, una novela o una pintura, y tendemos a creer que ha surgido así, de un tirón; las turbulencias del proceso creativo suelen quedar enmascaradas por el producto final. Y es una pena, porque muchas veces resulta más interesante el proceso que el producto.
Algunas películas suelen mostrar al final, generalmente con los créditos, algunas tomas falsas que no fueron incluidas en el montaje. Estas tomas falsas muchas veces suelen dar una idea cabal del trabajo impresionante que representa hacer una buena película. Buscar el gesto preciso, la entonación adecuada o la mirada perfecta puede implicar repetir una toma hasta el hartazgo. Y lo mismo vale para el proceso de montaje. Siempre recuerdo en “All That Jazz” la obsesión del protagonista, alter ego del propio Bob Fosse, por el montaje de su película al que volvía una y otra y otra vez hasta encontrar el punto exacto que estaba buscando. Me encanta esa obsesión, esa pasión por buscar la perfección hasta extremos inimaginables. El trabajo intenso es sin duda una condición necesaria para la creatividad, pero no es suficiente. Algunos estudios recientes muestran que el momento “Eureka”, la epifanía, ocurre no durante períodos de atención intensa sino en los momentos en que el cerebro se relaja. No es de extrañar entonces que las ideas más interesantes surjan en momentos de “distracción”: conduciendo, viajando en tren o en el baño.
Pizarra de mi despacho en el Centro de Física de Materiales.
Y exactamente lo mismo ocurre con las ideas científicas. La mayor parte de la gente está convencida de que la inspiración o la creatividad no son necesarias en ciencia. Y se equivocan. La inspiración es fundamental; también en ciencia. La foto anterior es de la pizarra de mi despacho; allí discutimos con mis estudiantes y postdocs las ideas en las que estamos trabajando. De todo lo que veis aquí, que corresponde a discusiones de varios días, de todo esto, con suerte, puede que quede una línea en un paper. Y eso en el mejor de los casos. Algo parecido me ocurre a la hora de escribir ficción o ensayos. Emborrono decenas de folios con ideas aun verdes y poco elaboradas que en la inmensa mayoría de los casos acabarán en la papelera. Si el diez por ciento de lo que escribo sobrevive, puedo darme por contento. Pero lo cierto es que si en algún momento surge aunque más no sea una sola idea medianamente buena, va a ser sólo después de emborronar decenas de folios; nunca antes.
Me fascina ver los bocetos de una obra; los estudios previos, las diferentes perspectivas, las ideas desechadas; ver cómo una idea aparentemente insignificante va creciendo y tomando forma hasta convertirse en algo realmente grande. El verano pasado tuve la oportunidad de visitar en Florencia la Galería de la Academia y ver allí, justo antes del David, algunos “bocetos” de Miguel Ángel para la tumba del papa Julio II. Es admirable contemplar los intentos repetidos, una y otra vez; esa obsesión por encontrar en la piedra la figura exacta que estaba buscando; ver la figura emergiendo de la piedra (como si hubiera estado siempre allí); adivinar las intenciones y reflexionar acerca de por qué Miguel Ángel abandonó finalmente aquel intento. Uno no tiende a pensar que estos artistas duden y sin embargo incluso un creador de la talla de Miguel Ángel tenía sus temores y sus fantasmas a la hora de enfrentarse al proceso creativo (volveremos sobre este punto en el próximo post).
Creo que debemos centrarnos también en los procesos y no sólo en los productos. Los productos están bien y son en definitiva el objetivo del artista, el escritor o el científico; pero a la hora de estudiar y de enseñar los procesos creativos, centrarnos en la obra final sólo exacerba el heroísmo, las musas y la genialidad en detrimento del esfuerzo y la perseverancia; quizás, si hiciésemos más hincapié en los procesos que en los resultados, tendríamos una sociedad menos exitista y más propensa a valorar la creatividad.
El vídeo que cierra este post, que me pasó hace ya algún tiempo Ana Ribera (@molinos1282), es un montaje excelente que ilustra de manera bastante acertada (aunque un pelín exitista) las diferentes etapas del proceso creativo en relación con la creación literaria. Así me siento muchas veces. Nos leemos la semana que viene (si las musas no me abandonan, ;-)). Que disfrutéis del vídeo!
Me ha encantado el post. Me recuerda aquella idea tuya de armar algo con todas las versiones previas de una publicación (es decir todas las revisiones del manuscrito)…
Así es. Habrá que armar ese paper-in-progress algún día. Supongo que habrás identificado tus contribuciones en la pizarra, ¿no?
Un pensamiento muy acertado. Esto me hizo pensar acerca de la prisa como enemiga del contenido de buena calidad, muchas de las obras que aprecio fueron escritas en un transcurso promedio de más de 6 años. En relación a la sociedad exitista, la considero enferma por el espectáculo. El proceso siempre nos enseñara más.
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