El fin de semana estuve navegando por la AppStore de Apple en busca de algún juego para pasar el rato. No tuve que andar mucho hasta dar con Smash Hit, uno de esos juego sencillos, adictivos y con un magnífico diseño gráfico y sonoro… una maravilla. Como suelo hacer antes de descargar o comprar alguna aplicación, leí las reseñas de otros usuarios. La inmensa mayoría de las valoraciones le daban cinco estrellas y alababan la aplicación; sin embargo, como suelo hacer casi siempre, me puse a leer las reseñas de los que le daban una sola estrella. En general se quejaban de que la versión gratuita no guardaba las partidas. Es decir, podías jugar todo lo que quisieras, pero si perdías tenías que volver a empezar desde el comienzo; cosa que no ocurre en la versión de pago. La gente, indignada, se horrorizaba de lo que los desarrolladores eran capaces de hacer para que tengas que pagar. Además, la versión de pago tiene un precio desorbitante; cuesta la friolera de €1.79.- Un lujo que no está al alcance de los que desde sus iPhones o iPads se quejan de que los desarrolladores (miserables capitalistas) quieran cobrar por su trabajo (amén de ofrecerte una versión gratuita con casi todas las funcionalidades). Es la política de la gratuidad: «No quiero pagar por el trabajo de otros pero quiero que me paguen (y bien) por el mío. Me molesto si me copian lo que digo, si me plagian un chiste o si me copian la ropa que llevo puesta pero me descargo toda la música que puedo y no pago por ningún programa y me cago en el trabajo del otro; aunque ese otro sea uno como yo.»
Puedo entender que un estudiante en Somalia o en Bolivia se fotocopie (o se descargue) un libro o incluso algunas canciones. Pero no puedo tolerar que un tío que se gastó €800.- en un iPhone se queje de que tiene que pagar €1.79 por un juego. Y no digo que tenga que pagarlos, digo que si quiere el juego con todas las funcionalidades lo pague y que si no, no lo pague… pero que no se queje. No me molesta que la gente consuma cosas gratis (como es el caso del acceso a los buscadores, a los blogs o a algunos sitios de noticias) siempre que la gratuidad la determine el que crea el producto. El problema es cuando la gente se queja de que la versión gratuita tiene menos funcionalidades que la de pago y que por ese motivo, sólo por ese motivo, el producto es una basura. Pero además, esa misma gente, en pro de la gratuidad, es capaz de ceder información y dejarse espiar hasta la saciedad, hasta perder completamente la intimidad.
Cuando Apple abrió la tienda de aplicaciones, me pareció una gran oportunidad para que pequeños desarrolladores pudieran llegar al gran público; miles de programadores en contacto (casi) directo con los consumidores. Se trataba claramente de una oportunidad creativa, comercial y empresarial impensable hasta entonces; el tipo de capitalismo que podría tolerar; un capitalismo en el que los productos de consumo tenga más relación con la creatividad que con la producción; un capitalismo en el que los productos los desarrollen personas que piensan y no personas alienadas por la misma maquinaria de producción. Ya hemos hablado algo de esto en el post Con(Suma) Cultura y no quisiera repetirme más de la cuenta. Me enferma que la gente se resista a pagar por algo que realmente le gusta, que crean que el trabajo y el esfuerzo del otro no valen nada; y me enferma más aún cuando esa gente también se dedica a un trabajo creativo.
Gracias, Ariel, por traernos a la realidad…