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Comercio 3.0

Occidente es otra cosa...

En los zocos de Túnez los vendedores están atentos, muy atentos, todo el tiempo. De esa atención depende que puedan ofrecerles a los posibles compradores que se aglomeran en las estrechas callejuelas de cada zoco exactamente lo que ellos podrían llegar a comprar (no lo que necesitan) al precio más alto posible (que depende de cada comprador). Los buenos vendedores comienzan a delinear un perfil del cliente mucho antes de que éste llegue a la tienda. Desde treinta o cuarenta metros ya pueden ver qué tipo de sombrero lleva, si está muy quemado por el sol, si lleva puesta la camiseta de algún equipo de fútbol o cuál es la actitud que toma frente a otros vendedores. A diez metros de distancia ya pueden divisarse claramente las inscripciones en la ropa (si las hubiera), pulseras con los colores de algún país o el tipo de cámara fotográfica. A tres metros, ya se escucha el acento, es posible saber qué está mirando y cuánta atención le presta a ello. Es entonces cuando nuestro vendedor da el primer zarpazo: «Hola Amigo! ¿Qué está buscando?» o también «¿España? ¿Madrid? ¿Barcelona?»

Intuitivamente aplica con gran acierto criterios estadísticos: la mayoría de las personas con acento español vienen de Madrid o de Barcelona. Entonces uno, que es un «europeo educado», responde: «No. San Sebastián». Esto pilla por sorpresa al vendedor, que tiene varias opciones: 1) Nombrar cualquier otra ciudad de España: «Oh! Yo estuve en Sevilla»; 2) Si conoce bastante de la idiosincrasia española puede decir: «Real Sociedad»; o 3) Puede condescender descaradamente y decir: «Oh! Muy bonito San Sebastián». Lo único importante de este primer intercambio de palabras es que «ya te tiene». Además, en esos pocos segundos, tuvo la oportunidad evaluar el tono de tu voz (firme, dubitativo, indiferente), tu actitud (hacia él y hacia los productos de la tienda) y tu disposición (a hablar y, posiblemente, a comprar). A partir de allí, si preguntas por algún artículo (que te interesa o que te ha ofrecido) nuestro vendedor pondrá en marcha la fase dos del plan: el precio.

En función del interés que hayamos mostrado, la marca de nuestra ropa, la ciudad de origen, el tipo de cámara de fotos y los adornos (anillos, pulseras, reloj, cadenas) que llevemos establecerá un precio. Para ello nuestro vendedor se aprovecha de un sesgo cognitivo denominado «efecto de anclaje» que describe una tendencia humana natural a confiar demasiado en la primera información ofrecida (el ancla) al tomar una decisión. Una vez que se establece un anclaje, cualquier ajuste (o contraoferta) tomará como referencia ese primer precio (por ridículamente alto que pueda parecer). Luego uno, mono occidental acostumbrado a los precios fijos y educado en la culpa, regatea como puede. Hagas lo que hagas, el precio final siempre beneficiará al vendedor y aunque uno se vaya de allí convencido de que ha hecho un gran negocio, la realidad es que nos han timado.

Al regresar a San Sebastián sentí cierto alivio de no tener que seguir regateando; al principio me lo había tomado como una diversión, pero luego acabó siendo un agobio. Por suerte vivo en Europa, en una sociedad avanzada en la que las leyes del mercado definen los precios y en la que nuestra apariencia y nuestro estado no afecta al precio de cada cosa. Occidente es otra cosa. Aquí todo tiene un precio fijo y bien definido, y nadie se aprovecha de tu condición a la hora de venderte un producto. Y sin embargo…

En los servidores de Amazon, Google, Apple, Booking, eBay… los algoritmos están atentos, muy atentos, todo el tiempo, en todas partes (y más). De esa atención depende que puedan ofrecerles a los incautos compradores que navegan por la web todo aquello que no necesitan al precio más alto posible. Los buenos algoritmos comienzan a trazar un perfil del cliente mucho antes de que éste llegue a la tienda virtual. De hecho, nos vienen observando desde hace ya mucho tiempo y pueden saber cómo nos comportamos en distintas circunstancias (y en cualquier rincón del planeta). No sólo saben si nos hemos comprado un sombrero, protector solar o una camiseta de fútbol; conocen nuestro historial de compras (qué, cuándo, dónde, cuánto) y nuestras preferencias literarias, gastronómicas, cinéticas, de entretenimiento y hasta pornográficas. Saben dónde vivimos, cuánto gastamos, con quién nos relacionamos, dónde vamos de vacaciones… En la distancia corta pueden afinar aún más la precisión: no es lo mismo navegar por Amazon a las seis de la tarde que a las tres de la madrugada (insomnio, ansiedad, compradores compulsivos); no es lo mismo hacerlo desde un PC que desde un Mac (Booking ofrece distintos precios en cada caso); o buscar una película en Netflix (el fotograma que aparezca depende de tu historial); o tu muro de Facebook (que no te muestra información relevante para ti, sino aquella que pueda maximizar su monetización). Y como si todo esto fuera poco, la forma en que mueves el ratón, la velocidad a la que tecleas o el tiempo que pasas frente a cada imagen también está diciendo mucho de ti, de tu vulnerabilidad y de tu predisposición hacia ese sitio y hacia sus productos. Y para colmo de males, aquí no puedes regatear. En fin, si creemos que el vendedor del zoco nos ha timado, ¿qué nos queda por pensar del Comercio 3.0 en los tiempos del Big Data?

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