El problema del final o el final de los problemas

Tenemos una cierta tendencia (sobre todo en nuestra zoociedad occidental) a darle una importancia superlativa a los finales. No en vano se habla de «las últimas palabras» de alguien o de «el último día de las vacaciones» o «el último día de soltero(a)«. Tenemos una debilidad casi enfermiza por los finales, porque las cosas acaben bien; no importa el recorrido o el proceso, lo que importa es el final. Si estamos escuchando durante cuarenta minutos una música deliciosa, suprema, excepcional, y de pronto, en los últimos diez segundos, se escucha un chirrido como de frenada de autobús, entonces los cuarenta minutos de placer habrán quedado pulverizados y sólo recordaremos los diez segundos de chirridos.

Hace mucho tiempo, alguien me contó una historia acerca de unos monjes budistas que armaban una especie de mosaico descomunal en el suelo. El trabajo era titánico y podía llevarles días; pero en cuanto lograban teminarlo, lo deshacían inmediatamente. No tenían ningún interés en la contemplación del resultado ni en preservarlo; tenían más que claro que lo importante, lo que realmente disfrutaban era el proceso, el trabajo de montar aquel descomunal mosaico. La obseción occidental por los finales pone el énfasis en el resultado olvidándose de los procesos, del camino. Como dice el gran ‘filósofo’ argentino Fito Paez: lo imporante no es llegar, lo importante es el camino. Quizás cuando entendamos esto, me refiero a cuando realmente lo hagamos carne, vivamos un poco más tranquilos, disfrutemos un poco más de lo que hacemos y suframos un poco menos por cómo acaban las cosas. Quizás olvidarnos de los finales constituya el principio del final de los problemas.