Cuando leemos una novela, una buena novela, observamos que el proceder de los personajes va construyendo una trama que nos conduce inevitablemente, casi diríamos fatalmente, al desenlace de la historia. Existe en la novela (tal como es leída) una causalidad que hace que los personajes y la trama vayan confluyendo hacia un final que, si bien puede ser impredecible, es una consecuencia necesaria del resto del relato. Pero las novelas se escriben al revés, hay una inversión de la causalidad en la construcción de una novela. El final, que para el lector es la inevitable consecuencia de la trama, es en realidad la causa de esa actitud asombrosamente natural de los personajes. Ahora bien, ¿es posible que algo similar ocurra con las leyes naturales? Éstas parecen explicar de un modo natural el mundo que nos rodea, eso que llamamos realidad; si suelto un objeto, éste caerá debido a la fuerza de gravedad. La gravedad es la causa de que el objeto caiga; y eso es lo que solemos creer. Pero aquí también la causalidad está invertida. Observo que los objetos caen y esa es la causa de que invente la gravedad para explicar la caída. Las leyes naturales no se descubren, se inventan (o más exactamente, se constituyen). Inventamos (o constituimos) leyes que conduzcan naturalmente a explicar los hechos observados; lo curioso, y aquí radica el poder de la ciencia, es que también podemos explicar con esas leyes hechos aun no observados. Cualquier teoría científica, cualquier buena teoría científica, debe explicar los hechos (el final de la historia) como consecuencia natural de sus hipótesis. Si los hechos no se derivan naturalmente de las hipótesis, entonces habrá que reescribir la historia.
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