Así como la simplificación de la realidad es lo que hace posible el conocimiento, la sobre-simplificación del mundo nos lleva directamente a la estupidez. La manera de funcionar del cerebro genera necesariamente hábitos de comportamiento y de percepción de la realidad que condicionan nuestra interpretación del mundo. La misma ventaja evolutiva que hace posible el conocimiento puede conducirnos a la estupidez. La inmensa mayoría de los hábitos se forman durante nuestra etapa de (de)formación en casa, el colegio y más tarde sentados frente al televisor. Conocer cómo esos hábitos condicionan nuestra percepción de la realidad puede ayudarnos a que veamos las cosas de otra manera.
El mundo que nos rodea, eso que llamamos realidad, suele ser complejo, inabarcable, inaprensible; su incomprensión nos produce miedo, angustia, dudas; ya sea por sobrevivir, o por cuestiones psicológicas más profundas, necesitamos de alguna manera hacer comprensible esa realidad. Pero sólo podemos comprender la realidad, que es inabarcable, a través de una representación finita de ésta. El conocimiento, por definición, es una simplificación de la realidad que nos permite comprender (creer que comprendemos) al menos una parte de ésta. Renunciamos a no saber todo a cambio de conocer algo. Una especie de revancha de Fausto. Conocer es simplificar, y es también saber qué y cuánto simplificar. No simplificar implica vérselas con una realidad inaprensible; pero la simplificación excesiva sólo podrá generar (quizás) conocimiento trivial, vulgar, inútil.
A lo largo de millones de años la percepción sensorial de los seres vivos ha evolucionado haciéndose cada vez más selectiva, es decir agrupando sucesos similares en una misma categoría de modo de responder ante ellos de una única manera. Esto representa una evidente economía funcional ya que no es necesario “recordar” innumerables formas de respuesta ante innumerables estímulos sensoriales más o menos similares. Si una manada de animales hambrientos viene hacia nosotros, lo más seguro será salir corriendo y buscar refugio; y esto es independiente de si son leones, tigres, elefantes o jabalíes, y de si son veinte o treinta, y de si vienen del norte o del sur. Esta generalización de las respuestas a los distintos estímulos que provienen de la experiencia, es decir respuestas similares a situaciones similares, se conoce como la formación de hábitos. Con el tiempo, y a base de ensayos y errores, los hábitos alcanzan un status de óptimos y representan la mejor respuesta a una dada situación; los hábitos óptimos se convierten entonces en hábitos o costumbres arraigadas, muy difíciles de modificar.
El problema aparece cuando esa simplificación de la percepción sensorial se extiende a la percepción mental, haciéndola excesivamente selectiva, y se aplica a cuestiones de orden social, político, económico o cultural; en estos casos la percepción mental selectiva puede ser peligrosa. La aparición del manejo simbólico en el hombre permitió el desarrollo del lenguaje, y éste a su vez impulsó la formación de conceptos abstractos imposibles de describir mediante la percepción sensorial. La belleza, el miedo, la amistad, la justicia, el egoísmo, son conceptos asociados al lenguaje y no a la percepción sensorial. Poco a poco, el entorno cultural (normas de convivencia, dogmas de todo tipo, tabúes, etc.) ha ido creando una especie de selectividad conceptual que genera respuestas similares ante estímulos conceptuales similares. Así, las personas eran creyentes o herejes, fieles o traidoras, valientes o cobardes; las categorías rígidas profundizan la selectividad conceptual, simplificando de manera excesiva un mundo inmensamente rico en matices. Las personas no tienen porqué ser o cobardes o valientes; puede que sean “valientes” bajo ciertas circunstancias y “cobardes” en otras; o que simplemente su valentía o cobardía dependa de contra quien sean comparadas; porque ambas son cualidades relativas, la valentía (o la cobardía) absoluta no se distinguen de la estupidez. Las simplificaciones que emanan permanentemente de los medios masivos de comunicación: gordo-flaco, éxito-fracaso, honesto-corrupto, etc. no hacen más que profundizar nuestra selectividad mental, arraigar hábitos de consumo y unificar criterios de valoración. Pasamos así a transformar un mundo complejo en otro hiper-simplificado en el cual respondemos de manera casi automática a los diferentes estímulos. Pasamos así del conocimiento a la estupidez.
Afortunadamente, existen muchos antídotos contra la estupidez y no los fabrica precisamente la industria farmacéutica. El único requisito es estar dispuesto a inmunizarnos y no haber cruzado el punto de no retorno de estupidez aguda. Lo primero que debemos hacer es no fomentar la estupidez, es decir no fomentar la generación de hábitos demasiado profundos desde donde no puedan modificarse las interpretaciones. Nuestra generación ya ha sido formada en la estupidez, pero podemos reparar el error en las generaciones siguientes, hijos, alumnos, etc. procuremos brindarles una visión amplia del mundo, dejemos que se equivoquen, que experimenten, que nos contradigan, que nos cuestionen. Procuremos informarnos de distintas fuentes y asegurarnos de que realmente sean distintas; escuchemos distintas opiniones, no hacerlo sólo profundiza los hábitos existentes. Cuando de un determinado acontecimiento interpretemos A, no dejemos de preguntarnos: ¿y si fuera B?
«Cuando de un determinado acontecimiento interpretemos A, no dejemos de preguntarnos: ¿y si fuera B?»
Me ha gustado mucho. Aprovecho para pasarte algo visto tb hoy mismo, donde se habla precisamente (de la simplicidad) del dualismo http://juanrojomoreno.wordpress.com/2013/07/19/del-hombre-operativo-al-hombre-participativo/
Una idea mía es que esa simplicidad es análoga a la baja resolución en fotografía: lo que podría tener miles de pixels lo reducimos a dos: rojo o azul, bueno-malo, o lo ubicamos en este cuadrito o en el otro, sin pixels intermedios, etc. Un saludo cordial.
Gracias, Ana, por la referencia; le echaré un vistazo. Un abrazo, G/
Muy bueno!!!
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