Había perdido las llaves hacía ya una semana y las daba definitivamente por perdidas. Ya me había olvidado del tema (o al menos eso creía). Acababa de dejar a mi hija en el colegio y me iba a trabajar. El mismo camino de siempre, la misma lluvia, las mismas curvas, la misma rutina y la misma música en el coche. Al llegar a la rotonda, Sabina estaba terminando de cantar la canción «Ay! Carmela» de «Vinagre y Rosas». Disminuyo la velocidad, meto primera y me preparo para girar a la derecha para subir a la autovía. Las últimas dos líneas de la canción resuenan en el coche:
Cuando quemes tus naves
no me pierdas las llaves del cielo.
…giro a la derecha y escucho un ruido que me llama la atención. Digo: escucho al mismo tiempo dos sonidos cuya conjunción llama mi atención: «no me pierdas las llaves del cielo» y un sonido (que dado el contexto no podía ser otra cosa que un sonido de llaves). Pienso, pienso; un segundo, dos segundos; giro a la derecha y enfilo a la autovía; meto la mano en el portaobjetos del coche; aparecen las llaves. Durante toda la semana había metido mil veces la mano en ese portaobjetos; durante toda la semana había girado mil veces a la derecha (y a la izquierda) y seguramente había escuchado mil veces ese ruidito extraño; durante toda la semana había escuchado mil veces el tema de Sabina. Pero no fue hasta la susodicha conjunción que logré la iluminación necesaria y encontré por fin las llaves.
Voy a ver si la semana que viene pierdo alguna otra cosa y a ver qué pasa.
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